jueves, 18 de febrero de 2010

emily dickinson



712

porque yo no podìa detenerme a esperarlo,
el parò - amablemente- a recogerme.
solo ìbamos los dos en el carruaje:
los dos y la inmortalidad.

lentamente avànzamos,
el no tenìa apuro.
y yo, por causa de su cortesìa,
hice a un lado mi ocio y mis tareas.

atràs quedò la escuela con su ronda de niños
que -en recreo- jugaban
y los campos granados y mirones
y dejamos atràs el sol poniente.

o èl nos dejò, màs bien. hubo rocìo
y yo - helada- temblè.
pues era de gasa mi vestido,
mi esclavina de tul.

paramos ante una casa que parecìa
una hinchazòn del suelo.
el techo era visible apenas
y la cornisa estaba a ras de piso.

de esto hace siglos. y, no obstante, siento
que fue màs largo el dìa en que advertì de pronto
que las cabezas de los caballos apuntaban
hacia la eternidad.


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